lunes, 28 de enero de 2008

En lo salvaje

Acabo de ver Hacia rutas salvajes, Into the Wild, una película dirigida por Sean Penn y basada en la novela de Jon Krakauer. Es una historia real. Y lo digo en toda la extensión de la palabra: respira autenticidad. Hasta la muerte del protagonista, Christopher McCandless, rebautizado Alexander Supertramp, no puede ser más real cuando confunde una variedad comestible de planta con otra venenosa que acaba con su vida. En esos azares se gana o se pierde la existencia. Al principio no son muy convincentes los gestos para la galería. Me refiero por ejemplo a lo innecesario de quemar el dinero (con no utilizarlo hubiera valido), a esa especie de gratuidad con la que el estudiante modelo rompe todo vestigio de su identidad pasada y empieza a caminar campo a través como un vagabundo. Pero muy pronto descubrimos que no es una huida gratuita, que Alex no va de estado a estado buscando un encuentro estelar con la naturaleza, un anhelo del riesgo por el riesgo, ni siquiera algo jovial o instructivo. No le mueve ese prurito tan anglosajón de conquistar el planeta y escribir absurdos récords en un libro. Como mucho lo que le conmueve es el paisaje, eso que siempre está en otra parte según Emerson, huyendo de los que vamos a su encuentro. Y la otra huída, la del que lo contempla en esta película deliciosamente demorada (un crítico de cine diría “poética”) también es real. Porque su herida es verdadera y lo que Alex deja atrás es, no sólo una sociedad enferma, sino una familia que ni le comprende ni le ayuda a ser él mismo. Antes de ir a ver la película pensé que me encontraría con un rostro acerado y unos ojos de color azul platino escrutando un horizonte de montañas. Me venía a la cabeza la cara de psicópata de aquel montañero que se cortó el brazo con una navaja tras permanecer dos días atrapado en una pared rocosa de Utah. Y hay que reconocer que la fotografía en blanco y negro del colofón, la del verdadero McCandless, es espeluznante: parece un Shackleton o un Edmund Hillary que desafía el hielo de Alaska por puro olimpismo. Sin embargo, el actor que le da vida en la película de Sean Penn, Emile Hirsch, que quizá sólo fortuitamente se parece a Jack London, aporta mucha más humanidad al personaje. Sí, Alex es real porque su herida es real, le vemos el agujerito del alma. Esa forma dentada de su figura hace que casi todos los personajes con los que se encuentra busquen anclar su propia carencia ahí: la pareja de viejos hippies, la mujer sobre todo, ve en él a su hijo errante; la adolescente sobrehormonada le quiere para su lecho; un vejete entrañable y con el corazón destrozado le propone literalmente la adopción. Pero Alex es un misfit, es decir, no encaja y sigue adelante en dirección a su Norte particular, un más difícil todavía que en el mapa estadounidense no puede ser otro que Alaska. Ni siquiera el oso del final se le puede comer dado el estado ponzoñoso en el que se encuentra. No, su reino no parece de este mundo. Como en el juego del Tetris, los hilos invisibles del destino intentan acoplar a Alex aquí y allá. Les parece que encajaría perfectamente en la vida del cerealista mafioso, o como carabina de esa pareja de daneses locos. Y Alex sigue rebotando, ciego ante la morfología huérfana que todo el mundo ve en él, implacable ante tantas tentativas de hacerle encajar, cada uno en la suya propia. Al final, Sean Penn hace como que él también le ha buscado un sitio. Un Alex ya delirante se imagina el encuentro con sus padres. Corre hacia ellos en una escenografía de ensueño, se funde en su abrazo y le vemos la cara entre la lana y el algodón que visten respectivamente la madre y el padre, todo de un tejido muy americano. Pero no, Sean Penn no es buen jugador de Tetris. Afortunadamente. Y el protagonista, mullido entre sus progenitores en la niebla del sueño, abre todo lo que puede los ojos en la realidad de su lecho de muerte y se da cuenta de que allí, de vuelta en casa, sobre todo allí, no encajaría jamás: sus padres no podrían nunca ver el cielo como él lo está viendo. El viaje, la entrada dentro de uno mismo en ese momento final de la existencia es, gracias al giro de muñeca de Sean Penn, una restitución. Pero no a la familia, sino a la Naturaleza. Un auténtico triunfo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Thanks for that movie critic flair of yours, but you've just ruined the moviegoing experience for a lot of us out here, haven't ya?

You are a Manguta of higher brand!

Carlos Jiménez Arribas dijo...

You can always watch it backwards, mate!

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]