viernes, 30 de noviembre de 2007

Música, filosofía, matemáticas, ¿poesía?

Leo en El País de ayer el caso del alumno que sacó la nota más alta en las últimas pruebas de acceso a la Universidad: nueve con noventa y nueve. La Universidad es cicatera hasta con los que no han entrado aún en ella. El chico no quiere estudiar ingenierías ni administraciones, sino música. Y matemáticas, es decir, tiene su vocación perfilada en una sola y nítida dirección. Porque es lo mismo. Diego, que así se llama nuestro amigo, habla también del vínculo entre ambas disciplinas: Pitágoras y el puente que trazó entre el número y la nota musical. Es decir, habla también de Filosofía. A veces creo que la sucesiva especialización está desamueblando nuestras cabezas, que lo mejor sería enseñar a nuestros chavales solamente eso: Música, Matemáticas, Filosofía. La vida y ellos mismos ya se encargarán de la especialización. Con un buen disco duro, el software es cosa secundaria. Diego no tiene novia, o bien su novia es su violín, ese instrumento hermoso, caprichoso y curvilíneo igual que una veinteañera. Y también le gusta la poesía. La lee y escribe, pero no traducida. Es normal, le gustan las cosas auténticas, la pura raíz. A mí me gustaría que a Diego le gustaran mis poemas. Y, claro, también mis traducciones de poesía. Pero no aspiro a tanto. Sea como sea, será siempre su opción. Y parece que tiene criterio. Porque la poesía no se enseña. No, señor, la literatura, la lengua, el arte, todo eso no se aprende, se ejercita. Y se disfruta. Es más, estoy plenamente convencido de que una de las razones por las que la gente no lee poesía (hay otras, por supuesto) es el maldito comentario de texto de la selectividad, ese ejercicio de vivisección que mata lo físico, lo fónico, lo material del poema. Me cae bien Diego. ¿El nuevo premio Hiperión de poesía?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Carlos, me ha gustado mucho su entrada. Al leerla, no he dejado de pensar en ese grabado de JACOB CATS titulado “Silenus Alcibiadis” del año 1618 donde una mujer toca un instrumento de cuerda mientras, al fondo, una pareja se ejercita en el baile. Lo más curioso del marco, de lo que el grabador Cats incluyó dentro del cuadro, es un perro que baila. ¿Qué hace que un grabador llamado Cats haga bailar un “dog”? No sé, o me lo parece a mí, pero quienes bailan tienen sobre sus cuerpos el rostro de la muerte... ¿Extraño grabado? La verdad es que nos han enseñado que la muerte nos hace bailar a nosotros (las famosas “Danzas”), pero somos nosotros quienes hacemos allí –en el grabado- bailar a la muerte. Si sumamos además todos los números del año 1618 en que fue compuesto el cuadro nos da 8, forma central entre el cuadrado y el círculo, entre el orden terrestre y el de la eternidad, es decir símbolo de la “regenarición”, como debería de ser el poema, la poesía, los poetas... No sé si sabrá, pero el 8 en la Edad Media, época de las “Danzas de la Muerte”, era el símbolo de las Aguas Bautismales. Dos ochos juntos implican doble regeneración: ¿la de la música y la poesía? ¿La de la música y los números? ¿Escribir poesía no es escribir con los dedos, contar, cantar? Ay, el soneto, ese ser perfecto, cuadrado y circular al mismo tiempo, número ocho por sus dos cuadrados y dos círculos, por sus dos cuartetos y sus dos tercetos... En el Museo Carnavalet descubrí otro grabado: una alegoría del siglo XVII (= 8) sobre la “Muerte”. El dibujo parecía sencillo: mitad noche y mitad sueño, mitad carne y mitad hueso. ¿Somos números? Yo creo que sí, y más ahora que internet todo lo codifica, todo lo “registra”. Ya no vivimos en el mundo de la poesía, como sabrá que dijo Adorno después de Auswitch, ni en el de la música (Mozart murió hace ya tiempo), ni en el de la información, sino en la Era del Registro.

Añadiré a este monólogo interior en voz alta que mucha suerte al 9.99 en sus planes de estudio, ya forma parte de esa estadística de estudiantes con Matrícula de Honor. ¡Qué muchacho este!, ¿no?

Carlos Jiménez Arribas dijo...

No sé muy bien por qué, me viene a la cabeza, así en un brainstorming de urgencia, aquello de Aute, "maldito baile de muertos...", en su canción más famosa, "Al alba". También me acuerdo de Valente, "y después de Auschwitz, cómo no escribir". Y finalmente, creo que, en efecto, pese a ser cada vez más registrables, no somos números, al menos esos números a los que nos quieren reducir, pese a que, de nuevo, seamos una rara y aleatoria combinación.
Muchas gracias por el comentario, un lujo aprender así, a golpe de blog. Me despido con aquel soneto de Lorca, "Amor de mis entrañas, viva muerte".

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]