sábado, 24 de mayo de 2008

Símbolos, indicios, signos

Leo un artículo de Blake Gopnik sobre una exposición de objetos tallados en marfil en el National Museum of African Art de Washington: Treasures 2008. Son algo más de 70 piezas, desde las labradas en la totalidad del cuerno, hasta brazaletes hechos con segmentos del mismo o finos alfileres. En todos queda como una huella, metonímica o no, de esa materia segregada por la evolución igual que una veta de metal precioso. Gopnik llama la atención sobre lo más clamoroso de este despliegue: los animales de los que fueran arrancados los colmillos. Es ésta una presencia que parece necesario recalcar pues en muchos casos el marfil en Occidente hacía olvidar su origen a los compradores. Incluso cuando se respetaba la forma y lo labrado no podía sino remitir al cilindro óseo que un día perteneciera a un animal vivo, siempre había una culpabilidad de la matanza que los europeos, tan civilizados ellos, ocultaban con la fantasía de ver un nuevo objeto en el trofeo sangriento. Es una presencia, la del animal, que nunca estaba ausente de las representaciones en marfil de los africanos, para quienes el preciado hueso todavía tenía una conexión muy potente con el mastodonte del que fue arrancado. Dentro de la tríada semiótica, elaborada por Charles Sanders Peirce, que da título a esta entrada, el colmillo de elefante trabajado era para los africanos y para los europeos un símbolo de riqueza, pero sólo para los primeros se constituía además en el indicio de que alguien había tenido que salir a la sabana a cazarlo; y sólo ellos verían ahí un signo, una señal, en fin, de que el poseedor del objeto era poderoso y merecía un determinado comportamiento, una reverencia, por ejemplo. La resignificación de los elementos naturales ayuda a su saqueo por parte de mentes puritanas como las nuestras: el hígado de un pato conveniente y profilácticamente enlatado, vendido a precio de oro, ayuda a que sea consumido con deleite y sin un mal gesto de asco o conmiseración. Otro día hablamos de los hábitos patológicos de alimentación de los seres humanos: esas hembras de esturión arrojadas al agua desventradas después de haberles extraído las huevas, algo así como el cinco por ciento de su cuerpo, por ejemplo; o el kobe, un vacuno japonés al que se mima con cerveza y masajes para que la carne tenga una determinada textura. Todo por supuesto a precio de oro. Como bien escribe Blake Gopnik en este artículo, por mucho que se le dé forma artesanal, un colmillo de elefante conserva restos del indicio a poco que escarbemos, es decir, "su forma mantiene la historia del mundo natural del que salió. Es blanco inmaculado pero también rojo sangre". La naturaleza se pasó millones de años dando forma a algo tan terso, formidable y bello como un colmillo de elefante, que tiene una función, es decir, ha sufrido una decantación milenaria y significativa en la especie. Entonces llega un coleccionista occidental y pone en su salón ese mismo colmillo, en el que un artista africano ha grabado la caza del elefante para que el indicio no se borre. Para que no se borre el símbolo ya se ha encargado el coleccionista de pagar una millonada. ¿Y el signo? Pues el gesto de horror y de desprecio, la señal de alarma que nos debiera merecer cada uno de estos objetos, hermosos sin duda, pero profundamente dolorosos. Aunque hay una diferencia: no es lo mismo el colmillo labrado tras la caza de un elefante que luego fue consumido por el poblado, que el colmillo convertido en obra de arte tras una expedición como la de Hombre blanco, corazón negro, por ejemplo, o la del cuento de Arlt La palabra que entiende el elefante (ver entrada más abajo). Es decir, no se trata de hacerse vegano y renunciar al cuero, la lana, etc. Aprovechar una parte más de un animal que ha dado su vida para que otro viva decentemente, sin lucro ni ostentación, parece aproximadamente justo. Llevar abrigos de visón a los bodorrios en pleno setiembre madrileño, por poner otro ejemplo, es más bien injusto. Y muy hortera.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No sólo que de ningún modo debería pasar inadvertido, sino que debería ser leído. Tiene, a mi modo de ver, la fascinante y misteriosa cualidad de los espejos: uno se ve, y se siente reflejado.

Saludos

V.

Anónimo dijo...

El mensjae anterior era para la entrada de Reseña de Darwin.... Pero me equivoqué de ventana. Sorry!


V.

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Gracias por esas palabras de ánimo. Si lo que uno escribe se topa con una mirada paralela, de repente todo tiene sentido.

No te preocupes, las entradas son como habitaciones de una casa. En todas estoy yo y en todas te doy la bienvenida.

Nuevas gracias.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]