miércoles, 28 de mayo de 2008

Un Anchiterium en Carabanchel

Debo de haber pasado por encima de él docenas de veces. Como ahora, los padres en los barrios de Madrid llevaban a sus hijos a colegios privados, contradiciendo el sistema educativo, que destina los mejores profesores a los colegios públicos. Los padres entonces y ahora preferían que sus hijos no se mezclaran con los estigmatizados, gitanos entonces, inmigrantes ahora. Yo fui a varios colegios del barrio, vía Carpetana arriba, vía Carpetana abajo. Esta avenida, que une el río con el antiguo hospital militar, separaba el poblado de Cañorroto (donde se criaron, por ejemplo, Los Chichos), de una zona obrera de pisos feos y desarrollistas. Cuando tenía once años, recuerdo pararme boquiabierto frente a las carteleras de los dos cines que había en la vía Carpetana, el Canadá y el Kursal, intentando ver los desnudos en los resúmenes fotográficos de aquellas películas del destape. Unas estrellitas negras tapaban las partes pudendas a los curiosos y las hacían aún más enigmáticas a ojos prepúberes. También recuerdo que durante semanas no podía apartar la vista de otras cosas expuestas en un escaparate contiguo: las milhojas en la pasteleria de al lado. Quién sabe, quizá mi eros siempre estuvo muy pegado al estómago. Por fin conseguí que mi madre me diera dinero para probar una tarde a la salida del colegio aquella masa blanca que se me antojaba fresca y densa, y que me decepcionó finalmente con su sequedad y su textura etérea. Hubo más decepciones aparte del merengue. Hablaré de ellas en otra ocasión. El caso es que después de ver aquellas fotos de Nadiuska en top less con los berretes y la nariz llena de blanco, yo pasaba al lado de unas obras del metro. Miraba siempre hacia abajo, asomado a un boquete enorme de unos cuatro metros de hondo. Había trazados de tuberías, túneles esbozados en la tierra, el casco de algún obrero a veces. Quién me iba a decir entonces que dos metros más abajo aún, como se ha descubierto ahora al instalar un ascensor en la estación de Carpetana, a seis metros de profundidad estaba él fosilizado: el Anchiterium. Ese animal antecedente del caballo, mitad cebra y antílope, pastaba en las terrazas del Manzanares hace la tira de millones de años. Y ahora lo descubren, ahora que yo he descubierto el takhi, un caballo también muy viejo que conserva esas mismas rayas en las patas, cortesía, no de la cebra como pensaba yo, sino de un primo aún más distante, un primo que casi no era un caballo. También han sacado otros restos fósiles, animales que corrían por donde yo iba al colegio, uno sobre todo especialmente enigmático: ¡el oso-perro! Qué curioso que la evolución se decidiera luego por la oferta del mes, el dos por uno, el oso y el perro. Qué curioso también que aquel niño que empezaba a abrir los ojos y los sentidos al mundo, y que pasaba todos los días por encima de los restos del primer caballo, se fuera luego a cumplir cuarenta años con los últimos caballos salvajes del planeta. Quién sabe, quizá algún día alguien cruce su barrio para ir al colegio sin saber que, a pocos metros bajo tierra, lo espera enterrado Amar, o Margad, o Temurjin, o Tamir, o el mismo Iris, aquel takhi viejo y solidario. ¿Qué tentaciones lo saludarán con su firmamento de estrellas negras y de cielos blancos entonces?

3 comentarios:

Zahara dijo...

Enredando en internet me encontré con tu blog y, más concretamente, con esta entrada sobre el Anchiterium y Carabanchel. Me sorprendió que alguien comentara una noticia como aquella.
A medida que la fui leyendo, comencé a sentir una extraña sensación mezcla de nostalgia y emoción, ya que la Vía Carpetana ha vertebrado toda mi infancia (visitas a las casas de unos y otros abuelos), el metro, el parque, los cines (en los que apenas recuerdo actividad), el 17,… Y sobre todo la sempiterna cuestión de cómo sería el barrio antes, cuando mis abuelos llegaron desde sus pueblos castellanos a la capital, o mejor dicho a la periferia de la capital, y antes, mucho antes. Me lo imaginaba como un inmenso campo, en el que los palacetes de Eugenia de Montijo serían como un oasis. Pero nunca había imaginado la Vía Carpetana como un paraje prehistórico.
Así que venciendo mi timidez y el extraño pudor que me produce escribir en un blog al que nadie me ha invitado (te pido disculpas de antemano), quería sólo darte las gracias por haber escrito esta entrada.
Y aprovechando la ocasión, te agradezco también el haberme dado a conocer a mis ahora admiradas Stacy Kent y Rebekka Bakken.
Un saludo afectuoso.

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Tan atrás no me remonto, Zahara. Apenas llegué a los últimos descampados, la fábrica de ladrillos, los siete campos, el vertedero que de repente da de sí un pliegue más de la ciudad.
Aunque mi blog es muy sobrio (un poco coñazo dirán algunos) siempre es bienvenida la sensibilidad y la inteligencia, ¿Dra. Zahara ya?
Abrazos de un profe de inglés.
Carlos.

Zahara dijo...

¡Qué rapidez y qué memoria!
Aún no, sólo aprendiza de antropóloga, nada más. Aunque ya doy clases de vez en cuando, pero de fisioterapia. Jeje.
Buenas noches y buena suerte (no va con segundas).

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]