lunes, 19 de mayo de 2008

Ahi, vista troppo dolce e troppo amara

Acabo de ver L'Orfeo, de Claudio Monteverdi, tenida por una de las primeras óperas. Como en tantas cosas, de ópera no entiendo mucho, pero me gusta. Alguien me regaló hace unos años el disco de esta favola in musica y cuando he visto que la ponían en el Teatro Real he ido a verla. Lo primero que tengo que decir es que no me ha gustado el cantante que hace de Orfeo. En la versión que tengo (de Jürgen Jürgens con Nigel Rogers, Emilia Petrescu y James Bowman, uno de los pastores en falseto haciendo de Speranza), Orfeo es más parecido a un tenor dramático que a un barítono casi bajo como éste. Pero ése no creo que sea el problema. Para mí la mejor ha sido Euridice. Detrás de ella Apolo y también el bajo que hace de Plutón. Hay una potente carga sexual en esa escena del lecho en los infiernos, algo que ya se percibe al oír el CD y leer el libreto. El resto de la escenografía es pasable. Creo que la acción tiene lugar en una floresta, pero el escenógrafo lo ha ambientado en un edificio de dos plantas, lo que, si bien crea ciertos anacronismos entre el texto y el escenario referido, permite que las trompetas (mejores tras un accidentado comienzo) dialoguen con los cantantes desde detrás del escenario y en un espacio elevado. Creo que ése es el problema de este Orfeo, que no se ha respetado lo suficiente el diálogo entre músicos y voces. El subtítulo de fábula en música avisa sobre el carácter maridado de ambos, sin el protagonismo que el canto tiene en la ópera posteriormente. Y si bien los instrumentistas tienen amplio y maravilloso espacio para lucirse (un lujo ver a esos músicos volcados sobre guitarrones y arpas barrocas, unos instrumentos delicados y bellos como enormes insectos), el que fuera Euridice la mejor quizá se deba a que canta al barroco modo, como la fábula: en la música. Porque es un poco patético oír desgañitarse a Orfeo, completamente extemporáneo, sin el hieratismo de su amada, entregada siempre al decoro vertical del canto. Este Orfeo por los suelos, perdido en la voz y en el escenario, queda bien lejos del hombre que, se supone, embauca con la dulzura de su canto al reino de las sombras. Tampoco la cantante que hace de la Speranza (uno de los momentos más emotivos para mí en el CD pese a estar en falsete, un tono habitualmente incómodo para mis toscos oídos) está a la altura. También ella se pierde con la voz y con el gesto, buscando un canto melodramático que en realidad es pura melodía, como si quisieran, este Orfeo y esta Speranza, suplir calidad con cantidad. Y digo que yo no entiendo porque a la hora de recoger los aplausos, el que más se ha llevado ha sido Orfeo. Entonces me he dado cuenta de que la silla a mi lado estaba vacía. Es natural: Euridice estaba abajo, en los infiernos. Su canto ha sido, sin embargo, como lo pide ese final neoplatónico de Monteverdi, verdaderamente celestial.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimado Carlos:

¡Cómo me gustaría dar fin a cuanto tengo entre manos para poder seguir hablando con usted de la weltanschauung! Pero el fin de curso en el instituto me lo impide. La verdad sea esta: ni siquiera tengo tiempo para hablar de mi hija Laura.

Oiga, ¿sabe algo de Fadanelli? La última vez que supe de él dejaba la enseñanza y se dirigía hacia Mongolia, ¡quién sabe, quizá seducido por todos los hermosos caballos!

Un saludo,

Hugo J. Platz

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Sí, creo que huyó ante el riesgo que corría de que se confundiera su nombre con el de uno de los últimos castrati. Le dijeron que en Mongolia se le permitía dar de sí todo el espectro de la voz (allí cultivan ese canto ancestral llamado el khumi) y le dejan a uno intacto en los bajos.
Alegría de saber de Vd. de nuevo y de su innominada hija Laura.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]