viernes, 1 de febrero de 2008

Un galgo

Son dos fotografías. Y en una hay un galgo. Se parece al que sale en la portada de Disgrace, la novela de Coetzee. Quizás a Vladímir Sorokin, el escritor ruso fotografiado junto al galgo, le guste Coetzee. Es un hombre de cincuenta y tantos que aparenta menos años. Un escritor ruso en pantalón corto y camiseta con un galgo en el sofá. Pero no un galgo ruso. Toda una declaración de intenciones. En la otra fotografía, un grupo de jóvenes en camiseta y vaqueros, desenfadadamente uniformados, forma corro alrededor de un hombre maduro que viste, con idéntico estudio en su desenfado, de negro. Estos chicos también son rusos, pero a diferencia del escritor, aparentan mucha más edad que la que tienen. Escuchan divertidos las bromas del presidente de la nación: otro Vladímir, Putin, en cuyo ademán leemos un desenfado igualmente protocolario, fotografiable. Los chicos pertenecen a un grupo defensor de las esencias rusas. Se llaman a sí mismos Nashi, y han protagonizado actos de quema de libros del escritor que tiene un galgo en el sofá. Parece ser que sus novelas no son muy ortodoxas con el ideal de la patria. Merece la pena leer la entrevista de Rodrigo Fernández a Sorokin. El escritor analiza la realidad de su país con frialdad y esa socarronería rusa fruto de la resignación. Sacar los pies del tiesto en Rusia es peligroso. Sorokin cree que el asalto a los escritores no respetuosos con el régimen no se ha producido aún. Los cachorros pueden quemar todos los libros que quieran, azuzados por el poder político, pero éste sólo ha mordido por ahora a los periodistas. Y a los espías, que son como corresponsales ágrafos. ¿Quién será el primer novelista mordido por el poder?, parece preguntarse Sorokin. Mientras, su galgo le mira con ojos beatíficos. El hombre de negro rodeado de veinteañeros, por su parte, tiene una expresión canina en su cara. Como los perros, no se sabe muy bien si sonríe o no cuando abre la boca. Si es que le hace gracia algo o es que enseña los dientes.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]