miércoles, 20 de febrero de 2008

Las manchas del jaguar

Leo un artículo sobre los jaguares que cruzan la frontera de EEUU, como cualquiero otro espalda mojada. Parece ser que el calentamiento global (igual que la globalización, una excusa para todo) les hace cambiar de hábitat, y algunos individuos se aventuran en las planicies desérticas de Nuevo México y otros estados sureños. Claro, los gatitos se darán de bruces con el muro que está levantando Doble Uve. Si los emigrantes mexicanos no pasarán, los jaguares tampoco. Y es que ya lo cantaba Pink Floyd: los muros no son buenos. Sea en Berlín, en Palestina o en la frontera mexicana, un muro siempre es un muro. Son los ecologistas estadounidenses los que se quejan esta vez, lamentándose de la oportunidad perdida que podría suponer criar jaguares en cautividad en territorio de la Unión. El último jaguar fue abatido por aquellos lares en los años sesenta (igual que el takhi, que se extinguió en libertad en Mongolia en esa década tan pop: mientras los humanos se soltaban los pelos, las especies empezaban a decir adiós en masa). La naturaleza no sabe de fronteras. Tendría gracia que una especie en peligro de extinción paralizara las obras de un muro previsto para controlar otra especie en peligro de expansión, pero cosas veredes, querido Sancho. O querido Pancho, por llevar las cosas, esas cosas tan raras de ver, a nuestro querido México. No hay estadísticas sobre el número de familias de mamíferos, reptiles y aves que los distintos muros y fronteras culturales han separado de manera irreversible. Aquella mamá rata que se alejó dos calles en Berlín, lo que era simple y abiertamente Berlín, y ya no pudo regresar con las mondas de patata para sus retoños, los cuales eran de la noche a la mañana habitantes involuntarios de Berlín... ¡Este!. Los jaguares (y si hay especies intocables, más que las ratas, esas son los grandes felinos) vienen a constatar lo que ya sabíamos: un muro es algo antinatural que no soluciona los problemas, sólo los desvía y empeora. Que se lo pregunten si no a las autoridades de las Islas Canarias, saturadas de pateras tras la construcción del muro en la frontera con Marruecos. Recoger jaguares descarriados para formar cabañas que garanticen la supervivencia de la especie tendría algo de cultural, de gestual, casi, como un pespunte impuesto sobre el perfil de la naturaleza. Pero eso no es nada comparado con el horror del muro, toda una cicatriz.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]