lunes, 18 de febrero de 2008

El arca de no ser

El País dedicaba hace poco su artículo central a los vínculos, cada vez más manifiestos, entre medioambientalismo y religión. Los ismos, con su mirada entre reivindicativa y nostálgica, originarios siempre en la ciudad y su conciencia culpable (empecé este blog hablando del libro de Azúa sobre las urbes y Caín), vendrían a sintonizar con esa mirada atrás, al origen, que es toda religión, de religare, algo así como volverse a conectar. Tanto unos como otros, ecologistas y feligreses, buscan un más allá de la realidad que le dé sentido. Los primeros luchan por un más acá extinto o en vías de extinción cuya rareza emana precisamente de su desvanecimiento. Son gente con causa. Los religiosos van en pos de un más allá conjugable con el aquí y ahora. Lo suyo es una misión. Ambos a su modo desvirtúan la realidad al buscar trascenderla. Y Al Gore, que se ha movido entre unos y otros con una cintura increíble para su torso orondo, va e invoca a Noé. Su película y su actitud, pasada la responsabilidad del cargo, vienen a ser entonces un arca salvadora: cuantas más especies quepan, mejor. Pero las especies están constantemente desapareciendo y surgiendo. Darwin lo vio claramente mucho antes de dar con su teoría: igual que el individuo tiene los días contados (en eso se basa su singularidad y el milagro de su existencia), también la especie nace con fecha de caducidad. El problema es que hasta el capitán del barco es sensible a esta máxima, y la humanidad puede muy bien un día dejar paso a otra especie más humana. Yo sólo creo en un dios, la realidad. La realidad ha dado de sí, sigue dando de sí hasta formar todo lo que se menea, si se me permite el vulgarismo. Y lo que alguna vez se movió, animado de vida o no. La vida es otro camino, uno más, recorrido por ese ensayo de posibilidades que es lo real. “El ADN no piensa ni se preocupa, tan sólo existe”, así definía Richard Dawkins, un neodarwinista recalcitrantemente antirreligioso, el egoísmo de los genes, su mirada siempre hacia delante sin parar en culpas o remilgos. Pero entre la asepsia del científico y el sentimentalismo del religioso, algo se cuela y exige realidad y respeto, lo cual es un poco lo mismo. El nuevo Noé no ha fletado su barca con este espíritu, sino a toro pasado, interesadamente. Será el primero en ahogarse. Afortunadamente, la vida seguirá, copulará la paloma con el olivo, la realidad seguirá ensayando posibilidades dentro del espacio y del tiempo, dejando fuera todo lo que no se atenga a su sagrada ley.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]