domingo, 24 de febrero de 2008

Back to Babel?

Leo un artículo muy bueno de Mark Abley sobre la desaparición de la última hablante eyak, una lengua de Alaska. La mujer, que posa en la foto con su cara surcada por el tiempo, orgullosa y bella como el continente americano, se llamaba Marie Smith Jones y me recuerda a las dos últimas yagán de Puerto Williams. También ellas, como Marie, tienen nombres y apellidos muy poco indios. Jones, es típicamente galés, y Calderón, señaladamente castellano. Patricio, mi guía por los Dientes de Navarino, sí tenía un apellido indio, pero no era yagán de pura cepa. La pureza es lo de menos. Lo de más es ese idioma, depositario del conocimiento de todo un pueblo, perdido para siempre en las brumas del Estrecho de Bering. Como muy bien documenta Mark Abley, hay formas de hablar, formas de decir el mundo, de acercarse respetuosamente a él para conocerlo, que ya no existen. Y con ellas ha dejado de existir también un poco el mundo. Es muy fácil trasladar a la desaparición de pueblos y lenguas la plantilla de la evolución animal. Decir que sobreviven los más aptos. Parece ser que hay quien celebra esto con el peregrino argumento de que los idiomas supervivientes serán así más fuertes. Pero no se trata de sobrevivir, sino de vivir, y en la vida lingüística mucho tienen que ver unas lenguas en el aniquilamiento de otras. Perdón: las lenguas son inocuas, son los hablantes, sus formas de vida, de colonización. Sus formas de muerte, se podría decir mirando el mapa extinto de los pueblos aborígenes. La supervivencia lingüística de un pueblo, su misma vida, depende de que tenga confianza en sí mismo, luche por no ser absorbido en otra lengua mayor (Perdón de nuevo: con mayor número de hablantes), extraiga una suerte de orgullo del hecho de hablar el idioma y lo devuelva a su propia lengua para que crezca enhiesta desde dentro. Los casos que cita Mark Abley son pocos, y dos de ellos nos tocan de cerca: hebreo, vasco, catalán, galés, maorí. Este mecanismo de seguridad, el único garante de pervivencia, es mal comprendido por los hablantes de otras lenguas, confundido incluso con lo más cerril del nacionalismo. Son las fricciones típicas, no de la lengua, sino de la identidad, el que suelan ir de la mano o incluso se fundan en una. A Marie Smith Jones la castigaban si hablaba eyak en la escuela. El efecto de esta prohibición no se deja notar tanto en el hablante reprimido como en su descendencia: Marie se mostró reacia a condenar a sus hijos a un calvario parecido y no les enseñó a hablar eyak. Pensaba que les evitaba así un mal mayor. En España, la prohibición de hablar las lenguas peninsulares distintas al castellano durante la dictadura es uno de los argumentos más esgrimidos para explicar la diferenciación lingüística de Galicia, el País Vasco o Cataluña. La dictadura era acérrima defensora de esa oscura evolución lingüística, quizá por el viejo argumento de que la naturaleza es, supuestamente, de derechas. Quizá porque leyeron mal a Walter Benjamin, la víctima 1.000.001 de esa misma dictadura, cuando hablaba de la traducción como un trabajo restaurador de la lengua primigenia, la lengua previa a Babel. Afortunadamente no hay mal que cien años dure, y hoy convivimos con mínima fricción unos y otros hablantes. Afortunadamente, porque muchos vivimos de la mediación lingüística, y gracias a gente como Marie Smith Jones y Mark Abley, hablantes y lingüistas, se han registrado bastantes documentos de la lengua eyak. Otros tuvieron menos suerte. De entre ellos, del glosario que acompaña este artículo, me quedo con la fórmula del hurón para decir “le saludaron con respeto”: tehonannonronkwanniontak. La única forma de mirar el mundo.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]