miércoles, 13 de febrero de 2008

Peixoto

Acabo de terminar de leer Cementerio de pianos, de José Luis Peixoto, escritor portugués que me recomendó Mateo de Paz. Todos los elogios que el editor cita en el blurb alaban su uso del lenguaje, subrayando las calidades poéticas, algo que los editores siempre subrayan en sus novelistas, aunque luego los críticos lo marquen muchas veces precisamente como un demérito. Sin embargo, de lo que es quizá lo más ambicioso del libro, su estructura poliédrica, no hay mucho destacado en ese rosario de citas de la contraportada. ¿Porque no le acaba de salir bien? Es posible. Queda claro que el registro poético de gran parte de la novela oculta o amortigua un tanto la narración. Pero a cualquiera que la lea le llama la atención poderosamente el juego de voces, tiempos y espacios, los ángulos de la mirada con los que Peixoto juega en su relato. De hecho, lo uno no sería posible sin lo otro, es decir, el zigzagueo narrativo permite las reiteraciones, algo que se suele atribuir al discurso poético (en ocasiones, por ejemplo, su uso de los tiempos verbales recuerda el tono palinódico de Gamoneda); y a su vez la repetición casi como un estribillo de las voces hace que el enfoque desde distintos puntos de vista no resulte ni machacón ni innecesario . Sin embargo, hay algo en ese clic final que busca Peixoto, la coincidencia de los planos sucesivos en un fundido último, que no acaba de hacer realmente clic en la sensibilidad del lector. Sí lo hace, no obstante, y muy posiblemente sea esa la voluntad del autor, en su capacidad de enjuiciamiento moral. La demora, el rodeo, la reiteración de lances desde varias ópticas, todo se parece bastante a un sumario, o a un careo entre las distintas partes implicadas, maltratado y maltratador, víctima y verdugo, que fuerza al lector a tomar una posición, o a matizar la que había tomado inicialmente. El ejercicio de posmodernidad ha sido superado con creces, pues, y sale Peixoto airoso de su particular lance. Personalmente, eso sí, me quedo con la primera parte, el relato mondo, si se me permite decirlo así, en primera persona, de alguien que se va y cuenta cómo fue todo antes de que él viniera, después de que se ha ido. También hay ahí un cociente moral de importancia, y una narración sobrecogedora, diestra y llena de frescura, fuerza y necesidad. La desconstrucción no siempre garantiza que el edificio derruido sea más digno que el que estaba en pie. Y he de admitir que tras esa primera parte en la que apenas cerré el libro y los ojos, llevado casi en volandas por esa voz que nace como muy adentro, leí el resto del libro como una caída y un excesivo merodeo. Será que soy poco posmoderno. Me descubro, eso sí, ante el talento de Peixoto.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]