viernes, 1 de febrero de 2008

El hombre que fue a la montaña

Hace algunos años, en mis clases de inglés de ciclo superior, mantuvimos un debate sobre el proyecto de Eduardo Chillida de vaciar la montaña de Tindaya, en la isla de Fuerteventura. Los métodos de idiomas suelen tocar siempre los mismos temas para la práctica y evaluación oral: que si el medio ambiente, que si las relaciones laborales, que si la comida, que si tus instituciones políticas o las mías. Dicho así, parece que banalizo la cuestión. Es simplemente que los alumnos, tras años de suplicio, acaban cogiéndole ojeriza al rosario de tópicos. Como son adultos, los pobres no suelen protestar, pero el hartazgo se aprecia a poco que uno aborde la cuestión fuera de las aulas. Ni que decir tiene los profesores. Pero claro, a nosotros nos pagan. Bueno, el caso es que aquel año, la inclusión de una unidad didáctica completamente dedicada al arte supuso una bocanada de aire fresco para todos en medio de este panorama. Y yo llevé a clase el asunto candente de la montaña como instalación artística, idea de Chillida, un proyecto que entonces se debatía acaloradamente en Canarias y en el mundillo del arte. Había sufrido varias congelaciones, hablo del proyecto, no del mundillo, y parece ser que acabó archivado. Los alumnos tenían una breve introducción de antecedentes, fotografías, reproducciones, descripción y motivación estética del proyecto, puntos favorables y en contra, y expresaban su opinión al respecto. Para mi sorpresa, personas que yo hubiera pensado aborrecerían ese vaciado de todo un monte se manifestaban a favor. Y viceversa. Recuerdo todo esto porque ayer leí que el proyecto se va a materializar, precisamente ahora que el autor está muerto. En aquellos debates yo reservaba mi opinión, que era favorable. Eran mis tiempos de esencialismo estético, la debilidad por Chillida, Tàpies, mi persistente admiración por Valente. Hoy sin embargo creo que el proyecto no debería realizarse. Sí, es hermoso operar así sobre la naturaleza creando un lugar, un vacío (esa obsesión de todos estos creadores), que se pueda visitar, como espacio de interacción con el paisaje. Pero es precisamente esa intervención, una palabra muy usada hoy día en el mundo del arte, lo que me espanta. Los ecologistas se oponen por las explosiones que habría que hacer y el destrozo que llevaría consigo en el paraje de Tindaya. Y pese a que los ecologistas tienen también sus esencialismos, en este caso estoy con ellos: guárdese el hombre de injerir de forma excesiva sobre la naturaleza. Y guárdese el proyecto, pero no en un cajón, sino en alguna sala de exposiciones, con maqueta, planos, dibujos, textos, recreaciones virtuales, todo eso. Guárdese como la obra que se quiso hacer, se pudo hacer, pero no se hizo, se dejó ahí: en ese espacio prístino previo a la materialización, como un pensamiento. Un homenaje al hombre que pensó la montaña. Un tributo a la montaña que fue respetada por el hombre.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]