jueves, 17 de abril de 2008

Los ojos de los caballos

El lunes estuve en la exposición de Goya que acaba de inaugurar el Museo del Prado. Desde entonces he querido escribir esta entrada. Me impactó la mirada de los caballos en el recién restaurado cuadro de la carga de los mamelucos. Parece ser que es un lugar común en la historia del arte llamar la atención sobre ese dato: en el lienzo, entre el fervor de la escabechina y su indiscriminado frenesí, ninguno de los personajes mira al espectador. Ningún hombre desvía la mirada de su sangriento objetivo. Sólo los caballos vuelven esos ojos tan humanos a quien contempla el cuadro. Parecen representar así lo único dotado de sentimiento y de razón entre la crueldad de la guerra. O quizá miran como diciendo, “Salvadnos”. Salvadnos de esta sinrazón de la violencia enfangada en más violencia. En otra entrada del blog, dedicada a los caballos de Durero, hago referencia a este cuadro de Goya en el que los combatientes se ensañan con los caballos y clavan en sus flancos cuchillos infrahumanos. Después de verlo de nuevo, después de ver el ángulo en el que una de las espadas se clava en el pecho del caballo en primer plano, que se desmorona como su jinete y es el único que no nos mira, después de ver esa precisión casi científica con la que Goya plasma la cuchillada, todo un arte cisoria de la barbarie, me vienen a la memoria otros caballos de Goya también sometidos a desgarro: los utilizados en la lidia del toro. Es curioso que a los caballos de los picadores a veces se les tape los ojos mientras se los expone a cuerpo descubierto a la embestida del astado. Curioso también que a los otros caballos, los de la carga de los mamelucos, se les represente mullidos entre el fragor de cuerpos despedazándose pero con los ojos abiertos, humanamente abiertos. Quizá debieran verse estos caballos siempre en común perspectiva: los que ven en la batalla y los que no ven en la corrida. Los que viven para ver y ser testimonio, y los que mueren para no ver el ensañamiento del hombre con el animal. Quizá así quiso verlos Goya. Hay un artículo largo y hermoso del pintor Antonio Saura sobre otro famoso animal de Goya: su cabeza de perro. A mí me parece que esa mitad del mundo que Goya plasma en el perro desenfocado se completa con esta visión de los caballos. En conjunto nos da el animal entero, enteramente humano. Quizá Goya sea también grande y contemporáneo nuestro por eso: porque necesita el animal para dar noticia completa del hombre. Cuando el hombre se desenfoca, como aquel personaje de Woody Allen, quizá sea necesario el animal para devolverle lo que ha perdido en lo borroso de sus contornos. Y la contemporaneidad de Goya está también en esos cuerpos desmembrados y empalados de los aguafuertes que pueden verse en la exposición. Sólo la barbarie nazi alcanza ese grado de obscenidad: “Los desastres de la guerra” pueden compararse sólo con las fotografías de Auschwitz, o de después de Auschwitz. ¿Cómo escribir después de Auschwitz?, se preguntaba Adorno. Y Valente le contestó: Y después de Auschwitz, ¿cómo no escribir? ¿Cómo mirar después de Goya? ¿Y después de Goya, cómo no mirar, seguir mirando? Hay una fotografía en el periódico de hoy que también participa de esa triste contemporaneidad. En ella también unos ojos nos miran. Pero no son los faros del jeep ni la rueda de la bicicleta lo que ha reemplazado a los ojos de los caballos . Lo humano está esta vez en una mirada de hombre, uno de los heridos que se incorpora para mirar y ver le paisaje de despojos tras la explosión. Uno de esos despojos es un reportero, un poco el equivalente de Goya en nuestros días. La diferencia es que Goya vivió para contarlo. O quizá muriera un poco en ese cuadro de los mamelucos, viviera sólo en los ojos de los caballos.

2 comentarios:

@RusKiiis dijo...

Muchas felicidades por la calidad de tu blog, de tus escritos etc... Pues tomo nota, y con tu permiso, voy a visitarte a menudo para explorar concienzudamente.

Carlos Jiménez Arribas dijo...

gracias, ruskis. espero que la exploración no te decepcione. eres bienvenido a este pequeño espacio.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]