domingo, 27 de abril de 2008

Apus apus

Ya han llegado. Cubren los cielos de Madrid de forma irrevocable y completa. Desde la terraza en la que escribo esto los veo volar, a veces bajan hasta la altura de los últimos pisos, recorren entre las azoteas los cauces paralelos de las calles, su chillido es para mí tan hermoso como un canto. Aquí al lado hay una plaza de toros cubierta, el edificio es horrendo pero la cúpula tiene cierto aire digno y futurista. Los vencejos la dejan obsoleta con sus tirabuzones, dan forma esférica al día para mí. Apus apus, literalmente: el que carece de pie, el que no se posa, el que lo hace todo en el aire. Me parece mentira que pudiera vivir treinta años sin percatarme de su presencia, hasta aquel encuentro que intenté plasmar en el relato Planeador. A veces me pregunto qué habría pasado si yo me hubiera incorporado sobre la piedra unos segundos antes de que bajara a ras de ladera el primer vencejo. Con las alas abiertas tienen el tamaño de un plato. Seguro que a aquella velocidad me habría hecho daño. ¿Y yo a él? En el castillo de Pedraza una vez vi una golondrina muerta junto al vano, cubierto de cristal, de una de las ventanas ojivales. La habían cubierto así para que el visitante se pudiera asomar al precipicio sobre el que se levanta el castillo, pero las golondrinas en sus vuelos y picados no percibían esa superficie transparente y chocaban contra ella de manera fatal. Hay un poema muy hermoso de Rosemarie Waldrop sobre una experiencia parecida. En un cuento de Cortázar, una golondrina cae muerta a los pies de alguien y su vida cambia. No todo son malas noticias, sin embargo: hace años un gorrión se quedó encerrado en el garaje de la casa del pueblo. Intenté ayudarle a salir abriendo las puertas pero se golpeó contra la parte de plástico transparente y cayó grogui al suelo. Pensé que estaba muerto. Lo cogí con mucho cuidado. Palpitaba y abría la boca en un débil remedo de respiración. Yo no sabía qué hacer. ¿Cómo se le hace el boca a boca a un pájaro? Recuerdo que lo dejé encima del alféizar, al sol, por ver si así se recuperaba. Me metí dentro de la casa para observarlo sin molestarle. Poco a poco iba boqueando. Seguí con mi faena y cuando volví a mirar ya estaba erguido sobre sus patitas. Tenía los ojos entrecerrados y abría lastimeramente el pico. Salí fuera, y despacio me acerqué. Cuando alargué la mano para intentar cogerlo, de repente abrió los ojos y salió volando. Lo recuerdo como un momento de dicha, como una contribución muy modesta para que algo real y vivo siguiera viviendo. Ese salto del pajarillo alejándose de mi mano abierta fue lo más hermoso, como si subrayara que él sólo era del aire. Maravilla de lo real, lo que nos bendice con su presencia, lo que debemos defender a toda costa sin reclamo alguno sobre ello. Lo que es hermoso y no nos pertenece.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A mí me recuerda al poema de Cortázar que decía:

Ahora escribo pájaros
No los veo venir, no los elijo...

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Gracias por el comentario, Par.
Sí, esos pájaros que invaden nuestro espacio personal (eso que los anglosajones valoran tanto) sin que los elijamos. Y a los que hay que saber coger entre las manos cuando quieren quedarse y saber abrir las mismas manos cuando quieren irse. No elegir más que eso, la santa aquiescencia de las manos.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]