jueves, 20 de marzo de 2008

Joseph Roth (II)

Acabo de terminar La marcha Radetzky, la que señalan como mejor novela de Joseph Roth. Lo que cuenta sigue siendo ese mundo a las puertas de un abismo, como en Hotel Savoy, pero con una demora y un deleite en la narración que me recuerda a Doctor Zhivago, sólo que sin historia de amor. Quizá Roth es más escéptico, está más cerca ya de este mundo contemporáneo nuestro. Quizá no hacía lo que recomendaba Pasternak al pueblo ruso, no beber vodka, sino vino, que reposa la memoria. Quizá era todo una cuestión de destilación, de grados. Quizá simplemente es que Roth no era poeta. A mí lo que más me interesa, aparte de ese espectro que se cierne sobre toda la novela, ese que viene el lobo tan largamente anunciado hasta que acaba viniendo, es la relación paterno-filial, un testigo de desencuentros que se van pasando los padres a los hijos de manera trágica y, parece, inevitable. La marcha Radetzky es muy contemporánea, todo empieza con un error textual, interesado y excesivo, que amenaza con nublar el contorno real del primer teniente Trotta, Joseph. Ahí, en esa encrucijada de bios y grafos, de vida y texto, seguro que la crítica posmoderna ha encontrado dónde hincar el diente. Pero para mí lo más importante del error es el énfasis de Joseph von Trotta en que le sea restituido el perfil exacto de su verdadera hazaña. Dicen que los hermanos Grimm edulcoraron los cuentos tradicionales para hacerlos más pedagógicos, menos escandalosos para los niños. Disfrazaron el hecho de que a la Bella Durmiente, por ejemplo, no la besaban los pretendientes a su mano, a su despertar, sino que la violaban; o lo que parece ser se ha descubierto hace poco, que a Blancanieves en realidad la mató su madre. Pero los niños necesitan esa verdad antropológica sin azúcares de la narrativa tradicional, no otra función tiene el cuento, tal y como exponía en una entrada previa sobre Askildsen. No obstante, esa restauración de su verdadera gesta que le exige el teniente nada menos que al emperador, tan poco pedagógica según el Ministro de Educación, y que le sirve para tranquilizar su conciencia, acaba condenando a todo su linaje a otra restitución: un hecho desmedidamente heroico. Así, de teniente a teniente, pasando por un oscuro funcionario, el último de los Trotta da su vida cuando intenta llenar dos simples odres de agua en un pozo bajo fuego enemigo. Joseph arriesgó su vida por salvar a un hombre que representaba un mundo, el emperador. Pero en tiempos de su nieto, que son casi los nuestros, un hombre no puede calmar la sed de todo un pueblo. De todo un mundo. Ése del que se van con un ronquido seco los ánsares (maravilla de palabra) y al que llegan, en bandadas silenciosas y expectantes, los miembros más evolucionados y por tanto más inteligentes del aviario: los córvidos. Todos los fantasmas de Roth (¿todos los fantasmas?) vienen siempre del Este, una latitud en la que la poesía es necesaria para conservar, frente a la tiranía, la esperanza y la memoria.

[Me permito incluir, en la bella versión de Arturo Quintana, unas citas del libro]

- ¿Pinta? –preguntó el viejo.
- Pinta muy bien –dijo Franz, el hijo.
- ¡Que no vaya a mancharme la casa! ¡Que pinte paisajes!
*
En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o que muriera.
*
Pero, ¿de qué servía ahora, y en este lugar, un revólver? No se veían osos ni lobos en la frontera. ¡Se veía únicamente cómo se hundía el mundo!
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Existe un temor ante el placer que es a su vez voluptuosidad, como un determinado temor a la muerte que puede ser mortal. El teniente Trotta sentía ahora ese temor.
*
Por el espacio de un brevísimo momento el teniente tuvo la fuerza sublime del visionario: vio a los tiempos enfrentarse como dos peñascos y él, el teniente, perecía aplastado entre ambos.
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[El emperador] Por la noche no podía dormir, mientras a su alrededor dormían todos los que tenían que vigilarle.
*
Dichoso eres –dijo el judío al emperador–, porque no verás el fin del mundo.
*
Los tiempos han cambiado –repitió el joven Nechwal– y los pueblos ya no seguirán juntos por muchos años.
*
Hoy por la mañana he visto centenares de cuervos, como nunca los había visto. Cuervos extraños que vienen de extrañas tierras. Creo que vienen de Rusia. Aquí se dice que los cuervos son los profetas entre las aves.

2 comentarios:

B.J. Turner dijo...

Estimado Carlos,

Leí hace poco La marcha Radetzky y he continuado ávidamente con otras obras de Joseph Roth, como observo que tú mismo haces. Coincido con el comentario sobre lo fundamental del tema de la relación paterno-filial. Da la sensación que esa forma de temporalidad “natural”, que supone el paso de las generaciones, comienza a fracturarse en un mundo experiencial intransitable y sin continuidad a partir de ciertos acontecimientos culturales de cualidades sísmicas. Esta fractura del tiempo se reproduce con sus matices propios en la esfera de la literatura rusa, testimonio de la entrada en la escena de la historia de los nihilistas, como puede observarse en el Padres e hijos de Iván Turgénev o en aquel monumento al infierno humano que es Los demonios de Dostoyevski. Pienso, por ello, que los dos libros, junto con el de Roth, pueden leerse como una aproximación transversal a un tiempo que se nos ha abismado, en el cual los padres no pueden hacer otra cosa que observar mudos como el mundo obliga a sus hijos a retorcerse.

Felicidades por tu blog, es excelente.

Un saludo.

Carlos Jiménez Arribas dijo...

J. B., gracias por tu post, lleno de inteligencia. Me fascinó lo que leí de Turguénev, leeré lo que recomiendas y el otro libro tb. Me interesa mucho lo que dices de los nihilistas. Uno nunca puede estar lo suficientemente en guardia contra la nada. El testigo de estos escritores es fundamental, todo un continente se vuelca ahí.
Gracias de verdad por tus palabras.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]