lunes, 17 de marzo de 2008

El derecho al origen

Darwin en las Galápagos se abre con una cita de una canción maorí. La leí hace muchos años, cuando vivía en Inglaterra, en alguna antología de poesía aborigen. Traducida muy libremente se acabó colando en mi imaginario y al final, en el principio de este librito mío. Leo ahora las reacciones que está provocando el reconocimiento del primer ministro australiano al robo de niños aborígenes para familias blancas (tinyurl.com/32ehlu). Porque fue eso, un robo. En lugar de solucionar los problemas de la minoría, se le quitan sus retoños para redimirlos, darles una pátina de blancura impuesta. Nuevamente, el ombliguismo occidental. La semana pasada venía en la prensa el caso de la primera hija de desaparecidos en Argentina que lleva a jucio a sus padres adoptivos. Ayer vi una película en la que una adolescente embarazada cede su hijo en adopción a otra mujer, ya no en la pubertad, desesperada por ser madre. La película busca trivilizar un tema que levanta ampollas en todas partes y pasarlo todo por un filtro de buen rollo y liberalidad que no siempre parece lícito. Conecto ahora todas estas cosas y me sale el título de esta entrada: el derecho al origen. Incluso o sobre todo si uno es aborigen. La mezcla es el futuro de la humanidad. Una y mil veces cierto. La extracción, de la vida o de la memoria, su perdición más absoluta. Ha hecho bien el minsitro en reconocer públicamente el saqueo a una parte de sus administrados. Todo reconocimiento es una restitución. Más vale tarde que nunca. Pero las heridas siguen abiertas. La cura sólo puede pasar por el conocimiento: ver, saber, conocer que fue de uno en el origen. "Existe el animal, la fiera en mí que a voces vino", así empezaba, más o menos, aquel canto maorí. Así empieza mi libro. Y así termina esta entrada de hoy: bien vista, bien sabida, bien conocida, la fiera es sólo eso, una animal.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

El linaje, la estirpe,las raíces. Para algunos, tal vez, el único equipaje que llevamos puesto. No hay desmemoria posible para nuestro origen; para el animal que llevamos dentro.

Excelente comienzo y final para una entrada o para un libro. Así empieza y acaba todo, retomando nuestra parte mas dócil y más fiera que nos devolverá a las raíces de la tierra.


V.

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Gracias a Vd. por recordármelo

Hugo J. Platz dijo...

Estimado Carlos,

todos tenemos derecho a conocer nuestros orígenes, la memoria perdida que es, en el fondo del agua, una piedra echada al mar donde escribimos (o alguien escribió) si no nuestro destino, al menos una parte de él.

Un día buceaba en el Cantábrico y vi que en cada piedra había escrito un nombre, como en la guerra, cuando cada bala lleva el nombre escrito de quien la soportará en su cuerpo. Esas piedras, aunque nos pesen, son el lastre de la memoria perdida. No entiendo mucho de estas cosas, a pesar de haber nacido muy cerca del mar, pero los pescadores, cuando lanzan la caña arrojan con el anzuelo y el cebo un trozo de plomo. Algo querrán atrapar con este sistema. Los peces tienen memoria y es en el fondo marino, en las sombras del fondo marino, donde están ocultos nuestros orígenes. ¿No te parece curiosa la metáfora? Si no hacemos caso del mar y sus mensajes, ¿cómo vamos a sobrevivir en un mundo donde el hombre (no el ser humano) renuncia a cuidar la raíz de donde vino?

En El País de hoy hay un reportaje cuyo título guarda mucha relación con esto que digo: «Quiero saber quién es mi padre».

Saludos desde estas vacaciones escolares,

Hugo J. Platz

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Gracias, amigo Hugo, por esos desvelos vacacionales. Siempre sospeché que eras un enamorado de los peces, de su memoria breve y batiente. Los que no tenemos un origen costero a veces hacemos de nuestra vida un gran retorno al mar. Aunque yo nunca pescaría con plomo (yo nunca pescaría) veo el metal de los bancos de caballas y pienso en un ejército de espadas. El derecho al origen no implica que el origen tenga derecho a aplastarnos. Hay que saber el origen hasta para poder elegir distanciarse de él. Tú que sabes bastante de las balas con nombre, y de la memoria de los peces, magnífico título para un libro por cierto, si no fuera por esa preposición tan emblemáticamente poética que tanto, creo yo, estorba, tú que sabes de todo eso, sabes también de la importancia del origen. Quién sabe, quizá estás ahora mismo buscando fósiles de nautilus en un lugar mesetario, antiguo lecho marino.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]