martes, 18 de diciembre de 2007

Turismo y colonización

Leo en un artículo de José Reinoso, corresponsal de El País en Pekín, que el turismo ha aumentado en Tíbet en más de un sesenta por ciento. No se aclara la procedencia de ese incremento. No se dice, por ejemplo, si es de origen occidental, aunque suponemos que las cumbres eternas (¿hasta cuándo?) y la versión más kitsch del espiritualismo siguen atrayendo sobre todo a un visitante de ojos no rasgados al techo del mundo. Sí queda claro que con el turismo está entrando más población china. En Viaje al ojo de un caballo hablo de la presencia del gigante asiático en Mongolia, siempre en lugares o industrias capaces de dar suculentos beneficios: las minas del norte, el negocio de la construcción. También hago referencia a la línea de tren que el gobierno chino ha construido atravesando el Himalaya, entre Pekín y Lhasa, capital de Tíbet, “un despropósito medioambiental sin más lógica aparente que la demostración de músculo y recursos”. Pido perdón por citarme; también por no haber visto entonces lo que deja claro esta noticia de José Reinoso, que hay otra lógica tras la construcción de la línea férrea: la colonización del país sometido. Con lo que ello implica a la hora de ocupar étnicamente Tíbet y de explotar sus yacimientos energéticos. Algo muy parecido sucedió en el Sáhara occidental y ahora nos tenemos que conformar con un acuerdo a la baja favorable a los intereses de Marruecos, el país invasor. Los parias saharauis no tienen el glamour del Dalai Lama, pero tampoco a éste parece irle mucho mejor en sus reivindicaciones. Y es curioso cómo la propaganda oficial maneja los tiempos y los conceptos. Es curioso, por ejemplo, que China se erigiera en 1950 en salvadora de un pueblo que no pidió ser redimido, y venda ahora su ocupación de Tíbet como una cruzada contra el feudalismo. Xulio Ríos, que de Asia tiene que saber un montón, intenta en el mismo periódico hacer un poco de pedagogía para entender la expansión china. Y lo que sucede en Tíbet parece una ilustración ideal de los dos motores que, según él, impulsan el renacimiento amarillo: nacionalismo y confucionismo, en un intento de “poner fin a un ciclo de decadencia” iniciado hace siglos. Nacional-catolicismo, a esa cruzada se apuntó algún dirigente occidental no hace mucho con el fin de volver a poner a su país en el mapa. Lástima que esa cartografía incluyera también la de un país ocupado. Un país que se llamaba Irak. ¿Os suena?

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]