martes, 18 de diciembre de 2007

La novedad de la literatura anónima y colectiva

En El País de ayer se publicó una doble página sobre la literatura en la Red, la posibilidad de crear narraciones de manera colectiva y anónima. Empecé a leerlo, pero me pareció que se le daba demasiada importancia a ese fenómeno. Veo que el tema preocupa, o al menos ocupa, a los redactores del periódico, porque hoy le han dedicado una parte de la sección editorial. Lo titulan “El nombre ya no es importante”. Y yo me pregunto, ¿pero es que alguna vez lo fue? Sigue pecando este análisis de cierta hinchazón en sus preocupaciones. Casi se contradice en su entusiasmo cuando pasa a enunciar los distintos argumentos que tiran por tierra el auge de una literatura anónima y colectiva. Pero no menciona el más importante: que se trata de fenómenos en absoluto novedosos en la historia cultural de Occidente. Desde el amanuense al negro literario, las bibliotecas están llenas de libros que deben su existencia al esfuerzo de varias y, muchas veces, anónimas manos. El acento, que así se llama esta sección más informal de la línea de opinión del nuevo El País, no está bien puesto. Porque lo de menos es que al público le importe mucho o poco ahora el nombre del escritor (En la última frase, “Qué golpe tan duro para la vanidad literaria”, ¿es exagerado ver una especie de venganza o reivindicación del plumilla envidioso del divo literario?). Eso es lo de menos. Lo de más es, de nuevo, que el medio acabe convirtiéndose en fin, y que una forma de hacer literatura como otra cualquiera, la colaboración bajo pseudónimo o anonimato en Red, acabe imponiéndose como la única forma de literatura. A ello me refería unas entradas más abajo al hablar de postliteratura. Y me temo que ese peligro va a encontrar abonado el terreno: los sucesivos informes PISA alertan sobre la analfabetización progresiva de la sociedad. Si nadie lee, nadie queda para decir cuándo un texto (independientemente de si lo escribió Agamenón, su porquero, o el mismísimo Machado) es bueno o malo. Quedará el texto ahí, exento en la sopa cósmica. Lo de menos será la ausencia de nombre. Lo de más es la capacidad de elegir.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]