lunes, 17 de diciembre de 2007

Paisajes de Valencia











He pasado el fin de semana en Valencia, en casa de Antonio Méndez Rubio. Leí por primera vez a Antonio en Feroces, la antología de poetas jóvenes que sacó DVD hace unos años. Desde entonces soy fan suyo. Antonio y Ana me llevaron por su barrio, el Cabañal, con casitas de dos plantas, construidas para los pescadores a principios del siglo XX, modestas, dignas, bellas.


Hay un proyecto inmobiliario que quiere construir bloques de pisos y una inmensa avenida atravesando el Cabañal. Muchas de estas casas desaparecerán bajo el rodillo de asfalto que arrasa tantas de nuestras ciudades y paisajes, obras innecesarias en las que las constructoras hacen su agosto, los arquitectos su gesto, y los ayuntamientos encuentran la tan ansiada financiación. Ante el saqueo sistemático, la resistencia es también y sobre todo una actitud: no basta con las pintadas en la pared denunciando el expolio, también está el compromiso que pasa por irse a vivir a un barrio casi al borde de la extinción invirtiendo en él y recuperando la arquitectura autóctona. Así es Antonio, uno de los poetas de referencia de mi generación, y quizá el que con más lucidez funde en uno las armas y las letras, el hombre de acción (su compromiso) y el de contemplación (la radicalidad de su poesía).


Luego me llevaron a la Albufera, un lugar mágico. Tenía el recuerdo de Cañas y barro, la serie de televisión basada en la obra de Blasco Ibáñez, y la realidad superó con creces la ficción. En muchos tramos el agua tenía ese color parduzco, el mismo en el que el protagonista sumerge al bebé recién nacido para que no le delate con su llanto. Pero en la parte central y abierta de la laguna, el agua se acercaba al azul de un mar tranquilo y espejeante. Era la puesta de sol, surcaban el cielo decenas de patos y las garzas levantaban vuelo cuando la barca se acercaba a sus nidos entre las cañas. Era reconfortante ver señales de prohibido el paso, un espacio de respeto para la cría de aves. También las artes ancestrales de pesca, con redes para los peces y entramados de caña para las anguilas, que son ciegas y ven con todo el cuerpo.


Fue una noche de lluvia torrencial y yo me acordé de los versos con los que se cierra un poema de Antonio, el que da título a su último libro, Para no ver el fondo:


y rompe

a llover además

sobre esas aguas.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]