viernes, 14 de diciembre de 2007

Cascadas de salmón

En aquel poema de Yeats los ríos llenos de salmón simbolizaban la plenitud y sensualidad de un mundo que se pretendía trascender por otro de ascética y fría espiritualidad. A Yeats le pasaba lo que a Jorge Manrique: el contemptus mundi le salía canto pleno y nada hay más tangible que la verdura de las eras. Pienso en todo esto mientras leo un artículo en The Guardian Weekly sobre la extinción del salmón en la remota región de Kamchatka, en el extremo oriental de Rusia. Los pescadores furtivos se ponen las botas, y muchos de los bravos peces son arrojados de nuevo al río con el vientre sajado tras arrancarles las huevas: el caviar de salmón se vende, parece ser, a cuarenta dólares el kilo. El salmón se extingue, y el oso, que ahora campa a sus anchas por este territorio helado, no le va a la zaga en esa ascesis de la desaparición. Se les ve atiborrándose de peces, ajenos a la dicotomía de cuerpo y alma que cantara Yeats. Los cazadores, como en tantos otros lugares del planeta, acuden a decenas pagando una media de diez mil dólares por cada pieza cobrada. Trescientos plantígrados cayeron sólo en abril y mayo a manos de pistoleros yanquis. Tras la batida, se comen las garras y la lengua del animal. El cazador devora la esencia de lo cazado. Como aquel mafioso siciliano que se comió el hígado de su víctima en la cárcel, otro mafioso como él. Las garras y la lengua simbolizan el poder dañino de la bestia, el hígado, sin duda, encarna toda la mala baba del sicario. De modo inverso, en Mongolia un enfermo terminal de cáncer de cerebro se come los sesos de un lobo y sana inmediatamente. Vivir para ver. Y el mismo Yeats, implantándose glándulas de mono para recuperar la rija, cae en el delirio de tan primitiva viagra. El ser humano y su relación tercamente metonímica con lo natural. El ser humano y su horror vacui, trazando su vertiginosa y deletérea estela por el mundo. Eliot le cantaba a la Virgen aquello de teach me to stand still. Enséñame a quedarme quieto, no es un mal salmo para cantarle a la Naturaleza.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]