jueves, 13 de diciembre de 2007

Barbaro

Una faringitis me tiene postrado y no consigo sacar fuerzas para escribir. Aprovecho para colgar este artículo inédito que escribí hace casi un año.

Barbaro

Al parecer, a los atletas se les entrena para que, en caso de sufrir una lesión en carrera, se tiren al suelo inmediatamente. Evitan así que una sola zancada más agrave el daño sufrido en músculos o huesos. Qué pena que nadie pudiera entrenar a Barbaro, así, sin tilde, pues el caballo es estadounidense, para que se arrojara a la arena del hipódromo, con jinete y todo, nada más sufrir la laminitis por la que ha tenido que ser sacrificado.
Pobre Barbaro, empezó a correr hace miles de años por la estepa huyendo de nosotros, cuando lo que queríamos era sólo zampárnoslo, y ha seguido corriendo para nosotros, que apostamos por él, hasta el fin literal de sus días: “se desbocó por la adrenalina y siguió galopando, ya lesionado, durante la segunda ronda de la triple corona en Baltimore”, noticia de J. Marcos en El País de 31 de enero. Como en todo, los buenos se entregan más, según palabras de uno de los preparadores y jockeys consultados por el periodista. Como en todo, los buenos corren más riesgos al dar más de sí y por ello están más expuestos.
¿Pero he escrito “pobre” Barbaro? Lo retiro inmediatamente, pues de pobre tiene poco. Y no lo digo por las ganancias que ha generado este semental velocista, cuantiosas como deben de haber sido a juzgar por lo que serán las pérdidas tras la inyección letal: 95 millones de euros sólo cubriendo yeguas, sin incluir los premios en las otras carreras, esas en las que el montado era él, y el objetivo, como el de un espermatozoide gigante, llegar antes que los demás al óvulo de la meta.
Lo de pobre lo retiro porque la pena y la piedad son sentimientos siempre a poner bajo sospecha. Pero sobre todo porque un animal que muere en la entrega de lo más sublime de su ser, que es la velocidad, posiblemente mimado y entrenado con primor, entero, lo que ya es todo un privilegio para un équido en poder del hombre hoy día, y verdadero en sus cubrimientos, con toda certeza bello y consciente en la belleza del galope, un animal y una muerte así deben inspirar lo opuesto de la pena, que es la admiración. Maravilloso Barbaro.
No se ha escatimado en gastos para salvarlo, operaciones, clavos en la maltrecha rodilla, curas y posoperatorios. Al irrepetible Barbaro se le ha otorgado un trato vip, nada que ver, parece, con el que reciben muchos otros caballos lesionados en carrera, a los que, tras el pudoroso biombo que los oculta de la grada, se les aplica una eutanasia in situ. Nada que ver con el caballo que se rompe una pata en las películas del Oeste, sacrificado por el héroe, de quien ha logrado arrancar esa furtiva lágrima que ni los indios ni la cabaretera pelirroja logró hacer aflorar. Bravo Barbaro.
Brindo por él, con el champán de los campeones, con la leche de los potros, o con la simple agua impoluta de todos los herbívoros. Por su vida, por su huida, no de sí mismo, sino todavía de nosotros que seguimos apostando por él. Por su muerte, digna de los héroes. Y le miro con respeto y admiración, en esta foto que recorto del periódico y pego en algún rincón ilustre de las paredes de la memoria: un tordo fibroso y grácil, con una estrella en la frente —Barbaro tenía que ser un caballo con estrella—, todo potencia en la plenitud de la carrera, elevado sobre el suelo, alado casi; unido a la realidad por esa arena que levantan sus cascos, como el glorioso polvo en que se ha convertido y va a lomos del viento por las praderas que un día fueron suyas.

31 de enero de 2007

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]